lunes, 26 de noviembre de 2018

Crítica | UN PEZ LLAMADO WANDA (Charles Crichton, 1988)


"¡Me encanta robar a los ingleses! ¡Son tan educados!"

Exclama Otto, el personaje más arrollador del filme (con Oscar incluido), interpretado por un indomable Kevin Kline. Un macho cabrío con rasgos de psicópata y una debilidad funesta por Nietzsche, con la saludable costumbre de tener una buena opinión de sí mismo. Utiliza las técnicas de relajación de los monjes budistas para aumentar su agresividad, piensa disparando, los celos lo vuelven loco y mejor no lo llames estúpido... Todo un personaje que nos enseña un método poco ortodoxo de cómo practicar la tortura con una ración de patatas fritas y una fruta.

Esta éxitosa comedia de costumbres sobre las poco sutiles diferencias culturales entre ingleses y norteamericanos radica en el tratamiento de la sátira combinado con el humor negro, cruel e irreverente. Una sátira de la vida real. Un puzle donde encajan diversos estilos.

El punto fuerte es su colección de personajes excéntricos que van de una situación embarazosa a otra. La triunfal revalorización de Curtis como actriz cómica, los gags constantes de John Cleese (coguionista junto a Crichton) y Michael Palin, alumnos de Monty Python y siguiendo ese espíritu macabro, irreverente y llenas de debilidades "típicamente británicas", con un marcado fatalismo.

La película destila el espíritu de una clásica comedia de los estudios Earling, míticos estudios situados en un barrio en las afueras de Londres. Especializados en comedias de los sueños y "el hombre de la calle", películas sarcásticas y con humor negro que siempre tenían un fondo cariñoso.

No es casualidad que el personaje de John Cleese, Archie, lleve el nombre real de Cary Grant como homenaje a las "Screwball", manteniendo la esencia de aquellas comedias locas que predominaron en Hollywood durante las décadas de los treinta y cuarenta.




























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